Después de casi un siglo de historia, la panadería La Espiga de Oro bajó sus persianas. Fundada en 1932 por Federico Boehringer, un panadero formado en Alemania, el negocio atravesó tres generaciones familiares y se convirtió en un emblema del pan artesanal cocido en horno de leña. Su nieta, Diana Boehringer, actual propietaria, confirmó el cierre definitivo.
“Era más que una panadería, era parte de nuestra historia y del barrio”, resumió Diana, visiblemente conmovida.
Origen en casa y alma de ladrillo
La historia comenzó en la esquina de San Lorenzo y Obligado, en la misma vivienda familiar. Allí, Federico y su esposa instalaron el primer horno de leña. Décadas después, La Espiga se trasladó a avenida San Martín 274, donde mantuvo intacta su esencia: horneado tradicional, ingredientes naturales y atención cercana.
El horno, siempre a leña, fue protagonista desde el inicio. “Era el corazón del lugar”, explicó Diana. “Solo se apagaba en vacaciones porque costaba muchísimo volver a calentarlo”. Panes cocidos directamente sobre ladrillos refractarios, sin conservantes y con insumos de calidad, fueron el sello distintivo durante más de 90 años.
Productos con historia y sabor
Entre los clásicos se destacaban el pan de viena, los anisados, el pan francés y los borrachitos con vino moscato en los días fríos. “Todo lo que hacíamos tenía técnica y una historia detrás. Usábamos frutas verdaderas, esencias naturales y harinas de primer nivel. Eso tiene un valor que no siempre se ve”, apuntó Diana.
La fidelidad de los clientes fue parte del éxito: generaciones enteras crecieron compartiendo el pan caliente de La Espiga. “Era habitual ver a abuelos, padres e hijos viniendo juntos. Eso fue cambiando con los años y la ciudad”.
Fin de ciclo y despedida
El jueves pasado fue el último día de atención al público. El viernes, los empleados recibieron la noticia del cierre mediante carta documento. “Fue durísimo. Esperamos a cada uno para hablar en persona. Se sintió como una despedida familiar”, relató la dueña.
El cierre afectó a diez trabajadores, varios con más de tres décadas en la empresa. Todos estaban registrados y recibirán su correspondiente indemnización. La última producción fue donada a comedores comunitarios a través de la comisión vecinal.
La decisión, aunque difícil, no fue producto de una quiebra. Las pérdidas mensuales alcanzaban los 10 millones de pesos y se volvía insostenible frente a la competencia de franquicias y los cambios de consumo. “La gente prioriza el precio. Nuestros clientes seguían viniendo, pero llevaban menos”, explicó Diana.
Un legado que se despide
Con Diana se cierra el ciclo de una panadería que dejó huella en Resistencia. “Mi abuelo era panadero. Mi papá, que era veterinario, dejó todo para seguir este camino. Yo también dejé la arquitectura por continuar el legado. No lo viví como un sacrificio. Estaba en nuestra sangre”.
El silencio del horno y la ausencia del aroma a pan recién hecho marcan el final de una época. La Espiga de Oro ya es parte de la memoria viva de la ciudad.