Un nuevo y escalofriante giro en la investigación del triple femicidio vinculado al narcotráfico ha conmocionado a la opinión pública, al revelarse detalles de la crueldad extrema con la que actuaron los perpetradores. La declaración de una de las detenidas aportó un elemento sobrecogedor: los asesinos habrían contactado telefónicamente a familiares de una de las víctimas mientras esta era sometida a torturas, intensificando el horror del crimen.
El caso, que desde su inicio apuntó a un ajuste de cuentas dentro de las redes de microtráfico, toma ahora una dimensión de terror psicológico que trasciende el móvil económico. Fuentes judiciales indican que esta práctica de las llamadas no solo buscaba presionar a la víctima para obtener información, sino que también funcionaría como un mensaje intimidatorio a toda la estructura familiar y social de las mujeres asesinadas.
De acuerdo con los testimonios recabados por la fiscalía, el nivel de violencia ejercido sobre las víctimas sugiere una dinámica de poder y castigo brutal. El contexto narco, conocido por su falta de límites y su código de violencia extrema, se confirma como el telón de fondo de esta tragedia, donde la vida humana se degrada al valor de una deuda o una traición en la lógica criminal.
Este atroz detalle subraya la necesidad de un análisis más profundo sobre las implicancias sociales del avance del narcotráfico, no solo en términos de seguridad pública, sino en la deshumanización y la naturalización de la tortura como herramienta de control territorial y económico. La presencia de mujeres en roles de riesgo dentro de estas redes, y su posterior victimización con saña, expone una doble vulnerabilidad.
La detención de la persona que aportó este testimonio es un paso fundamental en la instrucción de la causa, permitiendo a los investigadores reconstruir las últimas horas de las víctimas y la cadena de mando detrás de la masacre. El desafío de las fuerzas de seguridad es ahora utilizar esta información para desmantelar la estructura narco responsable y evitar que este tipo de prácticas se consoliden como moneda corriente en las disputas territoriales.
El desenlace judicial de este caso no solo deberá impartir justicia para las víctimas y sus familias, sino que también servirá como un indicador de la capacidad del Estado para enfrentar la escalada de violencia que impone el crimen organizado. La sociedad espera una respuesta contundente que condene la barbarie y proteja a las comunidades amenazadas por estos códigos de crueldad extrema.